jueves, 10 de octubre de 2013

El mundo literario celebra los 60 años de ‘El llano en llamas’, de Rulfo

¡Buen jueves para todos! Hoy les dejo un articulo sobre Juan Rulfo, autor que estamos trabajando en la facultad actualmente. Me parece interesante conocer escritores de diversos países y las temáticas que tratan. En este caso, Rulfo, trata la miseria de la tierra. La miseria de la tierra es como un telón de fondo en donde se desarrolla la narración. El hombre aparece sin esperanzas, triste e incapaz de luchar por mejorar su situación.
Relata el abandono que sufre el pueblo por parte del gobierno, la resignación de los personajes ante las situaciones presentes en México luego de la Guerra Cristera



El Tiempo sonámbulo. Y en él, personas que deambulan en un paisaje de polvo cuyo rastro viene de la miseria y va hacia lo fatídico. Ese fue el mundo con el cual Juan Rulfo abrió un nuevo y magistral territorio literario hace sesenta años bajo el título de El llano en llamas, editado por el Fondo de Cultura Económica. Un mosaico de quince piezas (en 1970 se sumarían dos más) de la condición humana y de la vida situadas al sureste del estado de Jalisco (México) que abarca desde la Revolución mexicana en 1910 hasta mediados del siglo XX. Con esos cuentos, Rulfo (1917- 1986) refundó la literatura en español que confirmaría dos años más tarde con Pedro Páramo.
Pero hoy es el día de la fiesta de El llano en llamas; y como las voces que suenan en esas historias, varios escritores levantan, poco a poco, con sus voces la cartografía de ese llano en llamas que suena así:
“La esencia de Rulfo es que con sencillez y dignidad y sin folclorismo sentimental elevó temas regionales al nivel de tragedia griega”, afirma Luis Harss.
"Con los cuentos logró una nueva representación del campo mexicano y la miseria en la que viven sus personajes. De manera emblemática, uno de los relatos lleva el título de 'Nos han dado la tierra'. La herencia que reciben no es otra cosa que un montón de polvo. Los ultrajes y la violencia de estos relatos revelan una realidad devastada por la injusticia social. Lo peculiar es que Rulfo narra estas desgracias con hondo sentido poético. Sus cuentos están escritos en un doble registro: las acciones son vertiginosas y la vida mental de los personajes es demorada, de una reflexiva intensidad. Esto establece una peculiar tensión: lo que sucede es rápido y su efecto es lento. En estos cuentos, Rulfo renovó el lenguaje de México. Ningún campesino ha hablado como sus personajes pero ninguno ha sonado tan auténtico. Un milagro de la autenticidad que sólo puede ser literaria", explica Juan Villoro.
El llano en llamas me permitió, cuando era muy joven, imaginar una forma narrativa posible para las historias de la guerra y la postguerra española que había escuchado desde niño. No he dejado de leer esos cuentos desde que un amigo me los descubrió. Y algunos los he usado en clase una y otra vez para explicar cosas tan distintas como el peso que lo no dicho tiene en una historia y hasta la importancia del título en el proceso narrativo. Cuantas más veces los lee uno más cosas sorprendentes descubre en ellos. Esos cuentos no se acaban nunca”, recuerda Antonio Muñoz Molina.
"Es en muchos sentidos un libro mestizo. Un libro de cuentos que parece un enorme poema. Un testimonio cruento que parece un sueño. Un puñado de vidas que parecen paisajes y paisajes que gritan, lloran y susurran. Nadie ha escrito después o antes así. Sólo Rulfo en Pedro Paramo lo intento y logró. Después vino el silencio, el respetuoso silencio que sigue a todos los auténticos milagros. Nadie que yo haya leído escribe como Rulfo, todos los que lo hacemos en América Latina no hacemos más que dar vuelta alrededor de dos o tres imágenes quemantes, un entierro, una mujer y unas gallinas, la sequedad más seca de esa tierra de nadie que es nuestra”, reconoce Rafael Gumucio.
“Descubrí a Juan Rulfo en orden inverso. Llegué a él por Pedro Páramo y me dejó asombrada. Luego leí el llano en llamas, y fue como una prolongación del entusiasmo que había tenido con su novela”, diceCristina Fernández Cubas.
“Dos o tres cosas recuerdo de la primera lectura del ‘El llano en llamas’: la sensación de encontrarme ante un texto fundacional retroactivo (porque, en la euforia de las lecturas latinoamericanas de mis años universitarios, conocí antes a los primeros discípulos que al maestro), su novedad frente al canon español de los cincuenta y la contundencia narrativa basada en la economía retórica, la invención coloquial, la sequedad y la aspereza de la tramas y el paisaje. He oído muchas veces luego la voz del propio Rulfo leyendo «Diles que no me maten», una grabación sin duda acorde con su literatura: directa, obligada, sin efectismos especiales. No sé, sin embargo, si Rulfo ha tenido al cabo del tiempo significación inmediata, estrictamente «rulfiana», en la literatura en español, si, más bien, dada la evidencia y la peculiaridad de su voz, su repercusión ha sido lateral o si, en fin, ha quedado como un referente clásico y, en cuanto clásico, un tanto remoto, aislado e inimitable”, admite Gonzalo Hidalgo Bayal.
“Fue absolutamente definitivo porque por él escribí un primer libro de cuentos que luego nunca publiqué. Rulfo dio una lección inmensa de austeridad y síntesis que le dio al cuento un tono muy contemporáneo y muy latinoamericano que viene de nuestra tragedia del campo”, asegura Piedad Bonnett.
"Entre otras cosas, Rulfo nos enseña que las cosas más terribles pueden ser contadas con un lenguaje que no cae en el melodrama. Los personajes de El llano en llamas suelen ser violentos porque es el modo que han encontrado para discurrir en el mundo y toman al mundo como viene. Esa especie de resignación expresada en los términos más precisos posibles -es decir: poéticamente- es la manera en que Rulfo habló de un país en el que el estado de derecho era una fachada para la mayoría. Y esa no es la primera razón, pero es una razón más por la que Rulfo sigue siendo vigente", reflexiona Yuri Herrera.
“Buenos Aires, 1969, Facultad de Filosofía y Letras. Una profesora de gramática nos dicta un párrafo extraordinario de un autor al que no conocía. ¿Dónde queda Comala? pregunta alguien. Comala, nos dice la profesora, es un pariente cercano que Macondo tiene en México. Corro a la librería a buscar algo (lo que sea) de Rulfo. Me dan "El llano en llamas". ¡Y yo no sabía que eso era posible! A los dieciocho años era obsesiva lectora del barroquismo popular de García Márquez, del barroquismo culto de Carpentier. Pero no sabía que, además de contar esas historias de pueblos perdidos y polvorientos sin piedad y sin buenas intenciones, era posible además ese lenguaje escueto, riguroso. No sabía que cada palabra podía ser como una piedra”, evoca Ana María Shua.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Mary Shelley: Vida y misterio de una autora macabra

Biografía. “La mujer que escribió Frankenstein”, de Esther Cross, es una visión personal y atrapante de una época de profanadores de tumbas, operaciones sin anestesia y ferias de freaks.


Casi doscientos años atrás, Mary Shelley comprendió que la identidad está en los recuerdos. Y que si un ser existió, éste seguirá haciéndolo a través de la memoria. Lo supo en 1822, a los 25 años, cuando acababa de quedar viuda, y decidió conservar el corazón de su marido, el escritor y poeta romántico Percy B. Shelley.
Hacía cuatro años que había escrito Frankenstein, que contaba entonces la tercera edición, y por la que más tarde iba a ser considerada como la autora de una historia macabra.
Envuelto en la página de una poesía, Mary Shelley trasladó el corazón de su esposo en sus sucesivos viajes y mudanzas a modo de reliquia, durante un cuarto de siglo, hasta su muerte.
La sordidez de ese detalle es sin embargo lo que resume la naturaleza romántica de su ser y escritura, muy lejos de la lobreguez a la que fue sintetizada su vida privada y su vida como escritora.
La imagen del corazón de Shelley en el cementerio de Inglaterra, enterrado junto al cadáver de su esposa, lejos del cuerpo del poeta –cuya tumba está en Roma– es con la que se encuentra el lector de La mujer que escribió Frankenstein (Emecé), el excéntrico e inquietante libro de Esther Cross (Buenos Aires, 1961). Allí, la autora narra algunos de los momentos de la vida de la mujer que escribió la novela sobre un monstruo armado por trozos de cadáveres, en la época de los “resurreccionistas”, robo y venta de cadáveres, profanadores de tumbas, estudios de disección, operaciones sin anestesia y ferias de freaks.

Una vida rodeada de tumbas
El corazón de Percy B. Shelley está enterrado con Mary en la ciudad costera de Bornemouth, en Inglaterra. En esa tumba, además de sobrar un corazón, hay otras partes de su familia. Son reliquias de tres de los cuatro hijos que murieron de pequeños (una, apenas nacida; otra, a los dos años de edad, un varón que nació entre ellas, muerto de fiebre o cólera). De cada uno guardó algo, pelo, un pañuelo.
Cross cuenta que fue ese el disparador del libro, que encontró en una vieja biografía. A partir de ahí, comenzó a buscar más datos, que fueron apareciendo como cajas chinas, por azar.
“Fue como una especie de sinapsis de lecturas”, dice, sobre el modo en que fue encontrándose con cada una de ellas. Como el libro de Hermione Lee, Virginia Woolf’s Nose , y el capítulo “Shelley’s Heart and Pepys’s Lobsters”. Allí se narra la muerte de Shelley en Italia en un naufragio, a raíz de una tormenta repentina. Apareció ahogado en la orilla de la playa, desfigurado por el mar. Allí mismo fue enterrado, pues las leyes sanitarias de Italia impedían que se lo trasladara para un entierro convencional. Más tarde, sus amigos desenterraron el cuerpo y llevaron a cabo un ritual casi tribal, en el que fue cremado. En su funeral estaban Lord Byron, que acompañaba en su vida nómade a los Shelley, y el biógrafo y aventurero Edward Trelawny, quien rescató el corazón de entre las llamas, al ver que aquél se mantenía intacto mientras el resto del cuerpo ardía.Se dice que Mary debió forcejear con el escritor Leigh Hunt, amigo de Shelley, que quería quedarse con el corazón. Byron –cuya amante era Claire Clairmont, hermanastra de Mary, que los acompañaba siempre en su travesía– se puso del lado de la escritora. Una vez que lo consiguió, Mary envolvió el corazón de su esposo en una página con “Adonais”, un poema de Shelley.
La muerte de Percy B. Shelley fue casi conceptual a su vida: murió viajando, tal como vivía. Se había embarcado aun en contra de los deseos de Mary, que quedaba en Italia. La manía de viajar los convertía en mucho más que nómades. “¿Podían dejar de viajar?”, se pregunta Cross. “Eran románticos”, responde. “Constantemente en fuga, viajar era la expresión física de un movimiento de ruptura de límites”, explica. Francia, Suiza, Milán, Venecia, Roma, Nápoles, otra vez Roma. Así como llegaban ya estaban embarcando de nuevo en caravana. Trasladaba muebles, escritos, correspondencia, una cuna. Porque ese es otro dato que caracterizó sus vidas: dejaban atrás una tumba y partían con una cuna. En las cartas y diarios los Shelley aparecen siempre moviéndose; la gente alrededor se moría, sus hijos se morían, pero ellos seguían adelante, reafirmándose vivos.
Cross explica que el monstruo y el doctor Frankenstein de algún modo también son románticos por eso mismo. Están todo el tiempo moviéndose, y se encuentran en Suiza, Alemania, Escocia, el Polo: “ambos siguen, aunque dejen cadáveres en el camino”, escribe la autora.

La zona de escritura
Mary Wollstonecraft Godwin, como se llamaba, era hija de dos escritores y pensadores de avanzada, Mary Wollstonecraft y William Godwin. Se habían casado cuatro meses antes de que Mary naciera, para hacerle la vida más fácil a su hija y evitar que fuera vista como una bastarda. “Nunca voy a casarme”, había escrito su madre, autora de “Una reivindicación de los Derechos de la Mujer”, cuando tenía veintiún años. “El matrimonio: una forma de monopolio, el peor”, escribió su padre, autor de Ensayo sobre los sepulcros.
Su madre murió a los diez días del nacimiento de Mary. Era la época en que la asepsia en los partos era algo impensado. Faltaban cincuenta años, escribe Cross, para que el doctor Semmelweiss descubriera que “los dedos ensuciados llevan las partículas cadavéricas fatales a los órganos genitales de las mujeres encintas”, de modo que nadie se lavaba las manos. El médico introdujo sus dedos y retiró los restos de placenta que la parturienta no había llegado a expulsar. La infección no tardó en generalizarse, y Mary Wollstonecraft murió al cabo de diez días de fiebre, convulsiones y dolores, que trataban de calmarle dándole de beber vino.
Los pasajes de Frankenstein se intercalan en este libro de Esther Cross con momentos de la vida de Mary Shelley, en un extraño recorrido que lo convierten en un volumen difícil de definir: no es una novela, aunque se vale de los recursos literarios de ésta; no es un ensayo –huye de la metodología de cita y referencia de documentos–, aunque se pueden identificar sus hipótesis y argumentaciones; no es una biografía, pese a que los extractos constituyen el trayecto desde su nacimiento a su muerte. “Me interesa el entorno de la vida de un escritor, y con Mary Shelley quise contar qué veía por la ventana. Qué era la figura y qué el fondo. Qué es entorno y qué es vida, cómo se desdibujan”, dice Cross.
Desde su ventana, lo que Mary Shelley veía esencialmente eran tumbas y cadáveres. Su vida estuvo asociada a los cementerios desde la infancia. El tiempo en que vivió fue el de los ladrones de tumbas, que trabajaban clandestinamente para proveer de cuerpos a médicos y anatomistas. Esto, antes de 1832, cuando se sancionó el Acta de Anatomía, que entregaba a la Medicina los cuerpos de indigentes o muertos en asilo que nadie reclamaba.
El cirujano del rey, Sir Astley Cooper, quien describió estructuras anatómicas y algunas enfermedades, lo definió: “La ley no impide que obtengamos el cuerpo de cualquier individuo que consideramos necesario. No hay persona, sea cual sea su situación, cuyo cuerpo no podamos conseguir para diseccionar”. Frases como esas llevaron a que los cementerios se poblaran de deudos que hacían guardia alrededor de las tumbas de sus seres queridos, ante el temor de que ellas fueran profanadas.Como muchos otros en su tiempo, Cooper necesitaba de los ladrones y vendedores de cadáveres, para dar clases y practicar cómo cortar. En tiempos en que la anestesia todavía no se había descubierto, se necesitaba ser rápido, ganar adiestramiento, abrir y cerrar con velocidad; el paciente se podía morir a causa del dolor.
De niña, como la mayoría de los chicos, Mary tenía su lugar de evasión. En su caso era el cementerio de Saint Pancras, donde estaba enterrada su madre. Sobre su tumba aprendió a leer. Su padre solía llevarla junto a su hermanastra Fanny, con quien practicaban lectura sobre las lápidas.
En Saint Pancras, a los dieciséis, Mary se encontró por primera vez a solas con Percy B. Shelley. Ahí se declararon su amor y planearon fugarse. Mary lo había conocido en su casa, a donde Percy, con veintidós años, fue a visitar a su padre, en compañía de su esposa, con quien ya tenía hijos. “El cementerio, con la tumba sagrada, fue el primer sitio donde el amor brilló en tus ojos. Nos encontraremos de nuevo (...). Un día vamos a unirnos”, escribió Mary en su diario diez años después, cuando ya había quedado viuda.
Desde su ventana, Mary podía ver los carros clandestinos que trasladaban cadáveres. Muchas veces estaban envueltos en bolsas o en cajas con falsas leyendas, como “piano”. Iban desnudos, pues trasladarlos con mortaja sí constituía delito de robo. La prenda para la morada última era un elemento material que correspondía a la familia, pero el cuerpo de una persona muerta a nadie pertenecía.
Entre las lecturas predilectas de la época, estaba el Newgate Calendar, con noticias de la cárcel. Allí en 1803 se narra la disección del condenado George Forster a cargo del profesor Giovanni Aldini, especialista en galvanismo. “Rodeó el cuerpo con láminas de zinc, cobre y plata traídas de Italia, hundió unas varas en el cuerpo, en la boca y en las orejas. La mandíbula empezó a temblar. Los músculos que la rodeaban se contrajeron terriblemente. Se abrió el ojo izquierdo”, transcribe Cross en su libro.
La autora sitúa a Mary Shelley, además, en tiempos de la feria de Saint Bartholomew, una “kermesse diabólica” de cuatro días, famosa por sus freaks, donde desfilaban deformes, como una albina, enanos, y la chica de dos cabezas, “viva”. El público pagaba caro por ver esas atracciones. O las del dentista Martin van Butchell, especializado además en fístulas anales, que conservaba embalsamado el cuerpo de su mujer expuesto en una ventana.
En Frankenstein and the 1832 Anatomy Act, Tim Marshall define la época y la importancia de la novela de Mary Shelley. “Frankenstein es la clásica historia de la era de profanación de cuerpos. También, es un relato de ficción sobre la legislación que acabó con ella. Con la Ley de Anatomía, nació la cara monstruosa de la cultura utilitaria de Inglaterra de mediados de la era victoriana”.
En su novela, Mary Shelley da menos explicaciones y se refiere a “terribles actividades” nocturnas del doctor Frankenstein. Así es como lo manda a trabajar a Inglaterra en la temporada de exhumación de cadáveres. El doctor, recuerda Cross, “quiere entender la vida (...). Para hacerlo, debe ponerse, literalmente, en contacto con los muertos. En la novela de Mary Shelley, el médico habla, de hecho, con un muerto que está vivo”. Esther Cross precisa así el foco de la novela de Mary Shelley: “En su novela, los muertos se levantaron. Son los muertos, resumidos en el monstruo, los que observan al doctor y no al revés, como pasaba en la vida”, escribe. Y cuando el doctor Frankenstein muere, ahí están, convertidos en monstruo, para velarlo. Así, el hecho de que la tumba de Mary Shelley sea “muchas tumbas a la vez”, con su propia colección de reliquias, figura y fondo se fusionan y pierden, para redimir a la autora. ¿Es posible creer que Mary Shelley concibió su obra a partir de la morbosidad de su mente? ¿Quién es el sujeto de la morbosidad, el que la consume o el que la narra?
La mujer que escribió Frankenstein es un relato de viaje aciago, con el que Cross, dice, se propuso “desandar el camino de ese cuerpo extraño”. El libro, sin embargo, es bastante más. Obliga a recordar la frase de Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Porque si un escritor tiene por misión la de ser cronista de su tiempo, Mary Shelley no escribió otra cosa más que aquella que debía escribir, la crónica de la realidad que la contenía.

martes, 8 de octubre de 2013

¿Que dijiste? Los hispanos hablamos idiomas distintos

Buen martes para todos. Se que prometí publicar una semana solo artículos relacionados a la literatura. Pero encontré esta nota interesante y divertida sobre cómo difieren los significados según el país en el que se utilizan. Algo para tener muy en cuenta, ¡sobre todo con las que tienen meanings subiditos de tono!

Nuestra herencia hispana empieza en un lenguaje común, el español, pero es un lenguaje tan rico en matices y en historia que se habla diferente en cada país de América Latina. Los puertorriqueños tratamos de “tú” cuando tenemos confianza y de “usted” cuando no conocemos. Otros latinos tratan de “usted” o de “vos” inclusive a sus familiares. Para algunos, “ahorita” es “en este mismo momento” y “ahora” es “después”. Para los puertorriqueños es al revés. ¿Por qué siendo el mismo idioma a veces no lo entendemos? Se debe a que cientos de años atrás nos poblaron personas de todas partes de España, árabes, alemanes, turcos, griegos, dejando una inmensa variedad de palabras y expresiones donde colonizaron.
Hay palabras normales en algunos países hermanos que en otros son palabras soeces o de mal gusto. Esas son las que, si no conoces, te hacen pasar vergüenzas cuando viajas (apréndelas antes). Las más son aquellas que nos hacen sentir que nos hablan otro idioma. Presentamos unas cuantas…
  • Caraotas en Venezuela, frijoles negros en Cuba y habichuelas negras en Puerto Rico
  • Chamba en Honduras y México, trabajo en Puerto Rico
  • Chongo, en Argentina, es un hombre mujeriego; en Chile significa “el resto”, “poco” o que le falta un brazo; en Colombia significa despistado; en Ecuador y Perú es un prostíbulo; en Honduras, un adorno o moña que se le pone a los regalos; en México, un peinado con el cabello recogido; en Paraguay, un amante; en Uruguay, alguien con la cara pálida; en Puerto Rico, un chongo es un caballo manso
  • El cacahuate de México, en Puerto Rico es maní
  • El mamey de Puerto Rico es el zapote dominicano
  • El chamo venezolano es el muchacho en Puerto Rico
  • El popcorn son las cotufas de Venezuela, palomitas en México, canguil en Ecuador
  • Gomas en Argentina son los senos femeninos; en Chile, Nicaragua y Guatemala, los que hacen mandados; en Costa Rica, una resaca; en España, un condón
  • Lo que en Puerto Rico es maíz en México es elote
  • En Ecuador y Chile, una guagua es un niño; en Cuba y Puerto Rico, es una camioneta
  • Una tapa en España es una picadita en Argentina, picoteo en Chile, botana o antojitos en México, pasapalo en Venezuela, y picadera en Puerto Rico y República Dominicana
  • Los panties son bragas en España, bombachas en Argentina, calzones en Chile, pantaletas o calzones en México y pantaletas o blumers en Venezuela
  • Un autobús en España es un colectivo en Argentina, una liebre o bus en Chile, camión en México y carrito o buseta en Venezuela
  • Un colega en Venezuela es un pana, en México es un cuate, en Chile unbroder y en Argentina, un compinche
Ya tienes una idea del inmenso trabajo que pasan los actores, periodistas y otros profesionales de los medios para hablar en un español “neutral” que toda la América Latina pueda entender.


lunes, 7 de octubre de 2013

La primera y la última novela

2005. El Quijote. Cumplió 400 años pero aún sigue deslumbrando como ejemplo de literatura moderna.



En medio de los innumerables peligros de la selva boliviana, allá por el año 1967, Ernesto Guevara afrontaba la que a la postre sería su última batalla. Para escapar de sus perseguidores, el hombre necesitaba ir desprendiéndose del pesado lastre que contenía su mochila. Sin embargo, y a pesar de dejarlo casi todo en el camino, nunca se desprendió de su Quijote. Murió con él. Lo prueba, incluso, la carta que por esos días le dirigió a su madre.
También Simón Bolívar viajaba a todos lados acompañado de su ejemplar. Y sobran los ejemplos parecidos.
La pregunta, entonces, podría formularse así: ¿qué hace que siglos después de su publicación, un libro cualquiera, entre los miles de libros que nacen y mueren a cada rato, esté tan vivo como aquel día primordial de 1605 en el que apareció?
Lo primero que puede responderse es que no siempre fue así, claro. Después de unos primeros años de gloria –el Quijote se convirtió en una suerte de best-séller y se tradujo casi de inmediato a varias lenguas europeas–, el libro cayó en el olvido. Recién hacia finales del siglo XVIII ocurrió su rescate de entre el polvo de los anaqueles. Un rescate romántico.
Los románticos fueron quienes lo erigieron en el libro fundamental de la lengua castellana. Para ello necesitaron realizar algunas forzadas operaciones para despojarlo de ciertas evidencias que arrojaba su lectura: por un lado, el protagonista dejó de estar rematadamente loco –desde la segunda página y hasta la penúltima, para ser exactos–, a fin de convertirlo en un adalid de la justicia y, por el otro, según sus rescatistas la historia jamás fue concebida por su autor como una mera parodia sino como el lugar más alto al que podían arribar los a esa altura ya desaparecidos libros de caballerías. Una parodia con un loco como protagonista resultaba a todas luces un libro muy menor para ser ubicado en una posición tan elevada dentro del sistema literario.
Dos arriesgadas operaciones que tuvieron su éxito y permanecieron casi tan vivas como el libro en cuestión: ni el Che ni Bolívar se vieron jamás a sí mismos como locos que luchaban contra molinos de viento, en cambio, se vieron siempre, apoyados en su lectura romántica, como seres flacos y desgarbados que peleaban a muerte contra gigantes.
El libro todavía se lee.
No tanto como a uno le gustaría. Pero se lee. Y los lectores actuales continúan interpretándolo, como ha ocurrido en todas las épocas, de maneras muy diversas. El Quijote sigue siendo el libro que cada lector quiere que sea. La literatura por antonomasia. Y un libro siempre actual para los lectores que escribimos.
Me gusta repetir que el Quijote, además de ser la primera novela, también es la más moderna, la última. Que el nacimiento del género, en algún sentido, encierra todas sus posibilidades futuras. Uno puede rastrear en ella las dificultades y las búsquedas de Cervantes con respecto al tiempo y al espacio, a las posibilidades narrativas, al punto de vista, a los límites del juego intertextual, a la relación siempre especular entre ficción y realidad, a la fragilidad y artificialidad de la lengua.
La novela, como género, narra la irrupción del sujeto en el mundo. Un sujeto que siempre se verá a sí mismo como un antihéroe respecto de lo complejo del mundo. Y eso, precisamente, es el Quijote: un hombre cualquiera que está loco porque, a partir de tomar el riesgo de leer, se anima a andar los caminos y a pensar por su cuenta aquello que lo rodea. Sospecho que esto es lo que lo hace eterno, al mismo tiempo que siempre novedoso.


viernes, 4 de octubre de 2013

La esperanza que venció al escepticismo

José Saramago. Le dolían los males del mundo, por eso puso su literatura al servicio de aquellos temas que ayudan a vivir.


No había asunto humano que dejara indiferente a José Saramago. Hasta su muerte. La noche antes de morir, ya muy debilitado en su casa de Lanzarote, cenó con Pilar del Río, su mujer, y con algunos amigos, se interesó por lo que iban diciendo, intervino alguna vez, a veces comía como un pajarito, sintió de cerca el cariño de sus perros, y se despidió cuando ya debía irse a descansar.
“Até amanha”, dijo, con una voz que casi siempre había sido así, queda y solícita hasta en los momentos de mayor gravedad. Y ese era un momento de enorme gravedad que él asumía con la serenidad con la que sufrió en su país la dictadura a la que zahirió (léase Casi un objeto ) y con la que afrontó la mezquindad de sus compatriotas cuando el Gobierno democrático portugués lo persiguió con desdén tras publicar la peligrosa novela El Evangelio según Jesucristo.
El origen de su viaje a Canarias, a Lanzarote, para quedarse allí con Pilar y en la isla a la que quiso tanto, es precisamente ese choque con la Administración portuguesa, que consideró oportuno vetar a Saramago para que esa novela no acudiera a un importante premio europeo. La primera vez que hablé con él fue a finales de los años 80, cuando se estaba quemando todo lo que él veía en ese instante, el Chiado de Lisboa. Era como si estuviera abrazando un árbol, como hacía su abuelo en Azinhaga, su tierra natal; Lisboa era su ciudad y, por así decirlo, su madre, y en ese momento un José emocionado, de pie, ante el fuego, me iba contando ese desastre con la elegancia herida que siempre abundó en su literatura.
Escribió desde la protesta y desde la paradoja, y fue premonitorio. Esa novela, La caverna , explica qué pasa hoy con el mercado voraz, y aquella otra novela, Ensayo sobre la ceguera , es lo que le sucede hoy al mundo, ciego e impertinente, yendo otra vez a la guerra, conduciéndose a tientas hacia la destrucción y hacia la autodestrucción. En 2003 fue en España y Portugal la voz que se levantó contra la guerra de Irak. Estuvo a favor de todos los desprotegidos, desde la Península Ibérica hasta América y Palestina.
Escribía como quien componía música, escuchando ópera, rodeado de la lava de Lanzarote y de un amor, el de Pilar, que lo rescató en 2008 cuando, tras un viaje a Buenos Aires, enfermó tanto que ya no era sino un hilo de voz y de vida. Él me dijo un año después en Lisboa: “Me salvó la fuerza de Pilar”.
Resistió, escribió El viaje del elefante, inició otro libro. Su energía venía de dentro, del amor a la vida, de lo que quiso a los otros.
Até amanha fue esa frase final que significaba una prolongación de su esperanza de vivir. O de su esperanza. Se apagó en el verano de 2010, pero su luz sigue ahí, en su voz escrita.


jueves, 3 de octubre de 2013

El sueño de Cortázar que cumplió medio siglo

Después de casi un mes sin poder publicar artículos acá estoy de nuevo. Septiembre fue un mes duro en cuanto al estudio y actividades y octubre viene mucho peor pero haré lo imposible por compartir cosas con uds. Durante una semana voy a publicar artículos exclusivamente de literatura. Empezamos hoy por Cortázar, ¡menuda manera de empezar! Hace un mes en la materia Interpretación de textos nos hicieron leer El final del Juego y me pareció increíble. Era la primera vez que leía a semejante escritor y no paro de asombrarme y deleitarme cada vez que leo sus cuentos. Mi gran materia pendiente es leer Rayuela en un futuro cercano, libro que intente leer a los 15 años pero lo abandone por "no entenderlo".
Cada día que pasa creo fervientemente un poquito más que como dicen : uno no busca los libros, sino que los libros lo buscan a uno y Cortázar llego a mi vida para quedarse.

2013. "Rayuela" se publicó por primera vez el 28 de junio de 1963. El 50° aniversario de la novela se recordó con homenajes, muestras, debates y una nueva edición.



Cortázar escribió Rayuela como si acabara de pasar dos semanas en París y hubiera vuelto para impresionar a los giles. Lo increíble es que había vivido allá más de diez años y sabía iba a ser leído por gente como Aurora Bernárdez, Jorge Luis Borges o Silvina Ocampo. Es decir, sabía que no escribía para giles. Por giles entiendo gente que cree que los mendigos en París discuten sobre Averroes o piensa que decir Ludwig van en vez de Beethoven indica que sabés de música. No escribía para esnobs ni para provincianos. Pero escribía como si se dirigiera a gente así. Esa es la mala noticia: Cortázar nos trata de idiotas.
La buena noticia es que no es cierto. No cr eo que Cortázar nos trate de idiotas. Creo que era un introvertido. Digo introvertido en el sentido que le dan ahora los psicólogos a esa palabra. El umbral de tolerancia a los estímulos de su sistema nervioso era bajo. Sabemos (esto no es especulación) que sufría mucho el ruido o el movimiento alrededor de él. Se nota en sus ficciones: las mejores son cuadros inmóviles. Axolotl. La autopista del sur. Casa tomada . Cuando Cortázar escribía sobre un animal que está quieto en el acuario o sobre un montón de autos parados, escribe con algo parecido al amor. O con algo parecido a la autoridad. Cuando escribe sobre desplazamientos –físicos, como en La noche boca arriba , o mentales, como en Rayuela – se traba. En estos textos hay un antagonismo entre lo que su prosa dice y lo que hace. Habla de liberarse de prejuicios, pero enuncia clichés. Habla de buscar, pero no ve más que lo que sabe desde los trece años. El introvertido necesita que las cosas (y los conceptos) se queden quietos. Por eso suele ser un adolescente eterno. Sufre cuando la experiencia viene a alterar lo que pensaba. Por eso quizá hay tanto folclore en Rayuela , tanto lugar común, tanto cotillón de la alta cultura. Por otro lado: puede pasar también que el introvertido, desde la cama de enfermo de su sensibilidad excesiva, sueñe con el cambio, el movimiento, la aventura. Yo creo que de esas limitaciones y ese sueño nació Rayuela.
Las limitaciones: un miedo profundo a la experiencia. El sueño: encontrar algo más alto. Un Shangri-la. Una gruta de los piratas. Una taza de té de Proust. Algo que nos eleve por encima de esta polvorienta rutina de dormir, atarse los cordones, contar las monedas para los bizcochitos de grasa. Unos superpoderes que te permitan llevar volando a Luisa Lane por encima de los rascacielos. Ahí está el anhelo infantil que dio origen a Rayuela: es lo que siente cualquier chico que tiene miedo de salir al patio y que los más grandes lo casquen. Se queda escondido en la escalera y sueña que vuela. Cuando se hace adolescente, sueña que se hace artista. Es el mismo sueño.
Se habla mucho en Rayuela de encontrar el mandala, de trascender la lógica, de emerger al otro lado de la existencia. Pero el mandala en realidad está ahí mismo: son las escenas pretenciosas que Cortázar narra con prosa petulante. Es la charla en gíglico con la Maga. Es la Maga con sus cualidades estereotipadas de sibila, de musa, de loca. Es el Club de la Serpiente que se divierte mirando fotos tan pornográficas que ni siquiera el más curtido puede soportarlas. Es el departamento helado donde escuchamos música a la luz de una vela –la música, esa religión de las almas bellas– mientras la vecina fascista protesta. Ahí está: todo eso es el mandala que el joven Cortázar habrá soñado en su patio de tierra de Banfield. La vida de artiste , con su fulgor de brillantina y sus misterios de chiste del chicle Bazooka. ¿Patético? Sí: como cualquier chico que se ata al cuello un mantel para que le haga de capa. Cualquiera que crea que está por encima de ese sueño se conoce mal a sí mismo. Por eso Sexus , de Henry Miller, es la fantasía de un chico que quiere tener el pito grande y sin embargo (y por eso mismo) nos contagia una especie de ebriedad sagrada.
Rayuela , que es la fantasía complementaria (un chico que quiere tener el espíritu grande) nos contagia una ebriedad no menos potente. Es una novela enorme por la fuerza de su ingenuidad..
Creo que por eso Fabián Casas cuenta que una noche, emocionado, llamó a un amigo y le dijo que había que volver a Cortázar: “Aira nos cagó. ¡Es un agente del imperialismo!” Cortázar, es cierto, apela al niño que llevamos dentro; lo que no es tan fácil de admitir es que es un niño buchón, olfa, amariconado y concheto que llevamos dentro. No importa: entre un pibe que sueña con tener una capa de terciopelo y una pelota de fútbol de oro macizo para que los compañeros por fin lo respeten y un cínico, el que me ayuda más a vivir es el primero.