lunes, 7 de octubre de 2013

La primera y la última novela

2005. El Quijote. Cumplió 400 años pero aún sigue deslumbrando como ejemplo de literatura moderna.



En medio de los innumerables peligros de la selva boliviana, allá por el año 1967, Ernesto Guevara afrontaba la que a la postre sería su última batalla. Para escapar de sus perseguidores, el hombre necesitaba ir desprendiéndose del pesado lastre que contenía su mochila. Sin embargo, y a pesar de dejarlo casi todo en el camino, nunca se desprendió de su Quijote. Murió con él. Lo prueba, incluso, la carta que por esos días le dirigió a su madre.
También Simón Bolívar viajaba a todos lados acompañado de su ejemplar. Y sobran los ejemplos parecidos.
La pregunta, entonces, podría formularse así: ¿qué hace que siglos después de su publicación, un libro cualquiera, entre los miles de libros que nacen y mueren a cada rato, esté tan vivo como aquel día primordial de 1605 en el que apareció?
Lo primero que puede responderse es que no siempre fue así, claro. Después de unos primeros años de gloria –el Quijote se convirtió en una suerte de best-séller y se tradujo casi de inmediato a varias lenguas europeas–, el libro cayó en el olvido. Recién hacia finales del siglo XVIII ocurrió su rescate de entre el polvo de los anaqueles. Un rescate romántico.
Los románticos fueron quienes lo erigieron en el libro fundamental de la lengua castellana. Para ello necesitaron realizar algunas forzadas operaciones para despojarlo de ciertas evidencias que arrojaba su lectura: por un lado, el protagonista dejó de estar rematadamente loco –desde la segunda página y hasta la penúltima, para ser exactos–, a fin de convertirlo en un adalid de la justicia y, por el otro, según sus rescatistas la historia jamás fue concebida por su autor como una mera parodia sino como el lugar más alto al que podían arribar los a esa altura ya desaparecidos libros de caballerías. Una parodia con un loco como protagonista resultaba a todas luces un libro muy menor para ser ubicado en una posición tan elevada dentro del sistema literario.
Dos arriesgadas operaciones que tuvieron su éxito y permanecieron casi tan vivas como el libro en cuestión: ni el Che ni Bolívar se vieron jamás a sí mismos como locos que luchaban contra molinos de viento, en cambio, se vieron siempre, apoyados en su lectura romántica, como seres flacos y desgarbados que peleaban a muerte contra gigantes.
El libro todavía se lee.
No tanto como a uno le gustaría. Pero se lee. Y los lectores actuales continúan interpretándolo, como ha ocurrido en todas las épocas, de maneras muy diversas. El Quijote sigue siendo el libro que cada lector quiere que sea. La literatura por antonomasia. Y un libro siempre actual para los lectores que escribimos.
Me gusta repetir que el Quijote, además de ser la primera novela, también es la más moderna, la última. Que el nacimiento del género, en algún sentido, encierra todas sus posibilidades futuras. Uno puede rastrear en ella las dificultades y las búsquedas de Cervantes con respecto al tiempo y al espacio, a las posibilidades narrativas, al punto de vista, a los límites del juego intertextual, a la relación siempre especular entre ficción y realidad, a la fragilidad y artificialidad de la lengua.
La novela, como género, narra la irrupción del sujeto en el mundo. Un sujeto que siempre se verá a sí mismo como un antihéroe respecto de lo complejo del mundo. Y eso, precisamente, es el Quijote: un hombre cualquiera que está loco porque, a partir de tomar el riesgo de leer, se anima a andar los caminos y a pensar por su cuenta aquello que lo rodea. Sospecho que esto es lo que lo hace eterno, al mismo tiempo que siempre novedoso.


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