martes, 10 de diciembre de 2013

La traducción a mata caballo

Por Julia Sevilla Muñoz y Marina García Yelo

Enfrentarse a la traducción siempre supone un gran reto, no sólo por la dificultad que conlleva el hecho de trasladar a otra lengua la realidad expresada por una lengua, sino también por la celeridad con la que muchas veces los traductores deben entregar sus trabajos, sin apenas tiempo para realizar una revisión; si bien, en algunos casos, como la traducción de los teletipos, nos queda la duda de si realmente se ha contado con un traductor o si ha sido el propio periodista u otra persona quien los ha traducido; reflexión que se desprende de la lectura de una breve noticia publicada hace unos años, cuyo titular reza: «Tiendas ‘sin hogar’ en París».
Se trata de un titular nada aclaratorio para el lector si no recurre al texto de la noticia y a la fotografía que lo acompaña; la foto muestra unas tiendas de campaña situadas en lo que parece ser la orilla de un río. El texto es el siguiente: «Tiendas de campaña instaladas ayer por la organización benéfica Les enfants de Don Quichotte junto al canal Saint Martin, en París. La ONG ha propuesto a los ciudadanos que pasen una noche en una de estas tiendas para entender cómo viven los clochard». Ciertamente, resulta difícil para un lector español entender bien la noticia.
El empleo de «sin hogar» puede ser una traducción literal del vocablo ingléshomeless que, sin embargo, corresponde en español a «sin techo». Quizá resulta extraño el titular «Tiendas ‘sin techo’ en París», por lo que convendría traducir por «Tiendas por hogar en París».
En cuanto al nombre de la organización benéfica, está presentado en francés y sin la correspondiente traducción. Estimamos que una opción traductológica válida habría sido escribirla en letra cursiva y acompañada de su traducción (Los niños de don Quijote). Así, se mantendría el nombre original de la organización, al tiempo que se añade una información adicional para los lectores que desconocen la lengua francesa. A continuación, observamos una falta de coherencia traductológica, pues se da diferente trato a dos topónimos: «Saint Martin y «París»; por un lado, se presenta el primero en la lengua original pero sin respetar la grafía, ya que en francés lleva guión «Saint-Martin»; por otro, «París» aparece traducido. Ya que ambos topónimos poseen traducción en español, se podía perfectamente haber aludido al canal de San Martín y evitar así el desequilibrio existente en el texto.
El texto se cierra con un vocablo en francés y en cursiva, clochard; este sustantivo se encuentra en singular y precedido por un artículo en plural. La ausencia de traducción unida a la falta de concordancia gramatical hace incomprensible la lectura para quien desconoce la lengua francesa. Según el diccionario Trésor de la Langue Françaiseclochard es el «hombre o mujer sin domicilio fijo que lleva un vida de ociosidad y mendicidad y que rechaza las obligaciones sociales». Por otra parte, el diccionario bilingüe de Larousse lo traduce por «mendigo», «vagabundo». Si bien todavía se utiliza la palabra «mendigo», cada vez se utiliza más el apelativo de «sin techo» (los «sin techo» en lugar de los «mendigos») para aludir a quien vive en la calle, lo que enlaza con el titular.
La incoherencia del texto presentado al lector español, la carencia de método traductológico, las interferencias con otras lenguas extranjeras, llevan a pensar que estamos ante una traducción hecha a mata caballo, de forma tan apresurada que no nos atreveríamos siquiera a llamarla traducción.

jueves, 5 de diciembre de 2013

José Luis Moure (AAL) no cree que el español corra peligro

Este año con la profesora de Estilística Alejandra Atadía tuvimos la oportunidad de viajar a Bs. As a conocer la Biblioteca Nacional Argentina, el SECRIT (Seminario de Edición y Crítica Textual "Germán Orduna") y a la Academia Argentina de Letras.
 Muchos de nosotros no conocíamos esta última institución así que la propuesta del viaje nos pareció fantástica. Viajamos con la idea de entrevistar a algunos académicos pertenecientes a la AAL y fue una experiencia increíble. Entrevistamos al Presidente José Luis Moure, al traductor Costa Picazo, al escritor Rodolfo Modern y a la escritora Noemí Ulla. 
Las entrevistas fueron totalmente enriquecedoras, los académicos nos dedicaron su tiempo con alegría y sobre todo con mucha atención. Se mostraron muy predispuestos a responder todas nuestras preguntas y estaban felices de poder compartir sus experiencias con nosotros. Recorrimos la sede, un lugar impresionante donde puede verse mucha de la historia literaria argentina y su Biblioteca Jorge Luis Borges que es un paraíso. 
Por eso me pareció importante compartir esta nota con ustedes. Quizá ustedes tampoco conozcan esta institución como nos pasó a nosotros a principio de año pero es de mucho valor que sepamos que en nuestro país existe una Academia preocupada por la lengua y dedicada a estudiarla y a luchar por la variedad dialectal y cultural. 
En este caso les dejo una entrevista realizada al Presidente Moure, persona que admiro profundamente y respeto por el increíble caudal de conocimientos que posee. Fue un honor haber tenido la posibilidad de conocerlo personalmente al igual que a todos los académicos. 


El nuevo presidente de la Academia Argentina de Letras (AAL), José Luis Moure, es un filólogo argentino que desarrolló su carrera docente superior en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde obtuvo su doctorado. Las áreas a las que ha consagrado sus mayores esfuerzos han sido la Dialectología Latinoamericana y la Historia de la Lengua, de la cual es profesor titular. En el portal de la UBA pudimos saber que es autor de numerosos artículos de su especialidad. Editó la Verdadera relación de la conquista del Perú y provincia del Cuzco de Francisco de Jerez. Es coautor del estudio introductorio de la edición de la Crónica del Rey Don Pedro de Castilla realizada por Germán Orduna, de cuya versión abreviada prepara la edición crítica, así como la Crónica de Enrique III (en colaboración con Jorge Ferro). Es autor del estudio introductorio, edición crítica y anotación de El detall de la acción de Maipú, sainete en lengua gauchesca de autor anónimo de 1818, publicado por la Biblioteca Nacional de la Argentina. 

La Academia Argentina de Letras (AAL)es una institución que nació en 1931 “asociada” a la Real Academia Española, pero que a fines del siglo pasado cambió su estatus a “correspondiente”. José Luis Moure, –de él se trata– no pierde las formas pero tampoco es amigo de la corrección política. “El carácter de correspondiente parecería colocar a la academia (argentina) en situación de mayor dependencia de la que tenía. Explícitamente nadie admite tal cosa, pero entonces ¿por qué se cambió la calificación? No tengo una respuesta clara para eso”, asegura en su despacho de la calle Bustamante, en la sede de la AAL

¿Son asimétricas la RAE y el resto de las academias americanas?
En la corporación española ha habido un cambio en el sentido de admitir públicamente que todas las academias americanas de la lengua están con ella en un plano de igualdad. Objetivamente, me parece que los hechos no son así. La circunstancia histórica de que la Real Academia Española tenga trescientos años explica algo de esto. 

—Usted ha manifestado dificultad para incorporar argentinismos al diccionario de la RAE
—Se incorporan muy pocos y no encuentro razones para que no se incorporen todos, con la debida indicación del registro y el alcance a que corresponden. Si estamos hablando de un diccionario total empleado por la veintena de naciones que hablamos ese idioma, todo debería estar allí. Eso llevaría a un diccionario de proporciones gigantescas, porque lo mismo que uno puede pedir para la Argentina, lo podría reclamar cualquiera de los otros países, con lo cual construiríamos un diccionario que por su volumen resultaría casi inmanejable. Pero honestamente, me parece una inconsecuencia que la RAE seleccione nuestro vocabulario e incluya en el Diccionario regionalismos peninsulares minúsculos y deje fuera términos empleados por millones de hablantes. Se trata de una discriminación que no está claramente explicada. 

—En lo personal, ¿qué fantasmas lo preocupan con respecto al idioma?
—Absolutamente ninguno. Si un organismo vivo (como es la lengua), de acuerdo a lo que dice el propio Instituto Cervantes, está llegando a los quinientos millones de hablantes nativos ¿de qué temor estamos hablando? Se habla también de la defensa del idioma, lo que me parece una contradicción difícilmente zanjable. ¿Cómo se puede hablar de la defensa de un idioma que tiene quinientos millones de hablantes? Yo nunca he oído ese tipo de alarmas referido a un idioma como el inglés, que se habla en todo el mundo, en todas las variedades y registro, y que no tiene ninguna academia ni centro rector; y nunca he oído hablar de que corra peligro. Yo creo que ese sí es un fantasma inducido, con el propósito de que se puedan llevar adelante ciertos planes de unificación del idioma, que considero absolutamente ajenos a la lingüística. 

—Esa es la política panhispánica: ¿a usted no le parece practicable? 
—No soy enemigo del panhispanismo, simplemente creo que es una campaña que no va a ninguna parte. Tengo la impresión de que se va a ir debilitando, porque no tiene qué cosa construir. Los hablantes en nuestros países van a seguir hablando sus modalidades y en la medida en que sean conscientes y deseen pertenecer a un mundo cultural común, lo que llamamos mundo hispanoamericano, la lengua va a tener la unidad que tuvo siempre. Cualquiera de nosotros tiene idea de que está hablando castellano, no lo pone en duda. Si hubiese algún peligro, se hablaría de esto hasta con un cierto temor. 



Les dejo unas fotos sacadas por mi camara personal el dia del viaje en la sede de la AAL

Roldofo Modern y el Dr. J. Luis Moure
Sala en donde re reúnen habitualmente los académicos a tomar el té.
Biblioteca Jorge Luis Borges

Costa Picazo y Noemí Ulla
Despacho del Dr. Moure


miércoles, 4 de diciembre de 2013

Distopía ¿Fin de un género?

Buen día a todos. Hoy comparto una nota de la Revista Ñ de Clarín, que asegura que el fin de la literatura distópica está cerca. Por mi parte espero que esto no sea así, si bien pasan muchísimas cosas en el mundo hoy en día no creo que ya no necesitemos esos libros porque estamos viviendo esa "realidad" actualmente. Me parece que lejos estamos de una sociedad así, totalitaria, atemorizada, de la no libertad. 
Este año cursando la materia Literatura Inglesa y Americana tuve la oportunidad de leer (entre otros tantos) 1984 y me pareció un libro INCREÍBLE. Al leerlo realmente pude tratar de comprender lo que se vivió en algún momento en aquellos estados totalitarios conocidos por la humanidad y me hizo dar cuenta de lo diferente que estamos hoy gracias a Dios. Por ahí si uno se encuentra en un momento pesimista, o decaído leer un libro así te hace ver el vaso medio lleno y valorar un poco mas las cosas. Este verano mi próximo objetivo es leer Fahrenheit 451 deRay Bradubury.
¿Ustedes que piensan? ¿Les gustaría que este género siguiera vigente? 

Expertos de la industria editorial de los Estados Unidos están pronosticando el fin del boom de novelas distópicas en el rubro de lectores de jóvenes adultos. Aunque acá no pegó tan fuerte este género, en el mercado editorial estadounidense la distopía reemplazó la moda de la literatura vampiresca. El éxito de Los juegos del hambre , cuyo primer volumen se publicó en 2008, disparó una tendencia de novelas que describen mundos devastados por degradación en el medio ambiente, avances en la bioingeniería o gobiernos totalitarios que controlan su población con sofisticadas tecnologías de vigilancia. Pero el agente literario Barry Goldblatt le dijo al diario Christian Science Monitor recientemente (en una nota titulada ¿Después de distopía, que viene?): “La distopía está básicamente muerta.” La liviandad de esta declaración me deja helado. Una de las funciones de la literatura distópica es funcionar como una pesadilla colectiva y una advertencia sobre los peligros de no frenar comportamientos que nos pueden llevar a un mundo muchísimo más atroz que el que estamos viviendo ahora. Clásicos del género como1984 , Un mundo feliz , Fahrenheit 451 , La naranja mecánica , El cuento de la criada o La carretera , nos dicen que si no tenemos cuidado, si no vigilamos el abuso del poder, éste puede ser el mundo que estamos construyendo ahora, sin darnos cuenta.
Parece insólito que una expresión literaria tan rica e importante pueda ser considerada como una mercancía con fecha de vencimiento.
Otra función de la literatura distópica es la de profetizar. Si es verdad que el género se ha agotado, tal vez sea porque la realidad del mundo ya supera cualquier pesadilla que pueda imaginar un novelista. Tal vez haga falta, entonces, escribir una novela distópica no en clave de ciencia ficción, sino dentro del género del realismo social. De los títulos publicados en el último mes se podría construir la base para un relato que superase cualquier novela apocalíptica de género. Veamos algunas : un informe de las Naciones Unidas advierte que la agricultura global está al borde de una crisis que podría provocar caos social mundial; científicos contemplan si la existencia humana en realidad es parte de una simulación de una computadora; un neurocientífico afirma que Internet puede estar consciente, como un cerebro; un científico de computación crea una “internet” alternativa en anticipación de una catástrofe global; una nueva rama del periodismo –Drone Journalism, en inglés– contempla el uso de aviones no piloteados como fuentes de investigación; Google patentó un tatuaje para el cuello que detecta si su usuario está mintiendo o diciendo la verdad; autores estadounidenses se están autocensurando por el miedo a ser vigilados por el gobierno; se especula que en el futuro cercano los robots tendrán derecho a votar; mientras que miles de personas morirían al aire libre, desamparados, por un tifón; una persona en Manhattanpagaría 142,4 millones de dólares por un tríptico de Francis Bacon.
Hace 30 años estos títulos hubieran parecido datos de una novela de ciencia ficción, una novela distópica. Hoy son nuestro mundo.



jueves, 28 de noviembre de 2013

Los traductores


¡Hola lectores! Perdón por haber dejado abandonado el blog durante casi un mes. Fue etapa de exámenes complicados y no tenia el tiempo necesario como para dedicarle a este hermoso blog en el que me encanta publicar. Volví con todo y con unas notas ESPECTACULARES para compartir en los próximos días. ¡Estén atentos!

Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector. Esa metamorfosis es más acentuada aún en cada traductor


Lo fundamental tiende a ser o a volverse invisible. Porque son fundamentales y porque su trabajo está en todas partes los traductores tienden a desvanecerse en la invisibilidad, y también porque cuando mejor hacen su oficio menos huellas quedan de él, hasta el punto de que parece que no hayan intervenido. Notamos que una traducción “nos chirría” de una manera parecida a como notamos el chirrido en los cambios de marchas que hace un conductor atacado o inexperto. Salta una palabra rara, un giro que visiblemente pertenece a otra lengua, y solo en ese momento recapacitamos de verdad en el hecho de estar leyendo una traducción. Que pensemos casi exclusivamente en el traductor cuando intuimos que se ha equivocado es una prueba simultánea del valor de ese trabajo y del poco reconocimiento que suele recibir, más todavía en unos tiempos en los que los textos circulan por Internet sin la menor constancia de su origen y en los que algunas personas imaginan que no hay mucha diferencia entre un traductor automático y un corrector automático de ortografía.
Pero quizás siempre ha sido así. Yo reparé en que la mayor parte de los libros que leía habían sido traducidos por alguien casi tan tardíamente como en que las películas tenían un director. Llevo toda la vida agradeciendo el efecto que tuvieron sobre mi imaginación y mi vocación las novelas de Julio Verne —no me acostumbro a escribir Jules—, pero nunca he pensado en las personas casi siempre anónimas que las traducían, seguramente con muy escaso beneficio, para las editoriales Bruguera, Sopena o Molino. La primera vez que supe el nombre de uno de los traductores de Verne fue cuando en los años de avaricia lectora de la universidad encontré las nuevas traducciones de algunas de sus mejores novelas que Alianza encargó a Miguel Salabert, que también tradujo de nuevo por aquellos años La educación sentimental yMadame Bovary. Pero quién habría traducido para mí sin que yo lo supiera El conde de Montecristo, o el Diario de Daniel o Papillon oSinuhé el egipcio, por no ponernos exquisitos en el recuento de lecturas, o aquellas páginas de La peste que me parecía adecuado llenar de frases subrayadas, quizás con la esperanza de que alguien (del sexo femenino preferiblemente) tomara nota admirativa de mi agudeza intelectual.
Un amigo editor y poeta muy querido y monstruosamente sabio me aseguraba hace poco que ha decidido dejar de leer traducciones, porque ha llegado a la convicción de que le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya conoce. Como en su caso éstas incluyen, que yo sepa, el castellano, el catalán, el francés, el alemán, el italiano, el latín y el inglés, tengo la impresión de que mi amigo no es muy representativo. Los demás, en mayor o menor medida, necesitamos la mediación continua de los traductores, y es un indicio de nuestra creciente penuria intelectual que en estos tiempos de abaratamientos y recortes se note tanto la baja consideración del oficio, la poca recompensa que obtienen los mejores y la prisa o el descuido con que se dejan pasar traducciones mediocres o directamente inaceptables. Curiosamente, también la mala traducción tiene sus admiradores, y su influencia literaria: cada vez más encuentra uno artículos de periódico e incluso páginas de novelas que están escritos como si fueran traducciones inexpertas del inglés, o incluso atroces doblajes de películas. Se ve que por los caminos de la ignorancia y el papanatismo estamos volviendo a los tiempos de mi adolescencia, cuando las estrellas del pop autóctono no tenían idea de inglés pero afectaban un acento americano al cantar en español.

Un amigo editor y poeta me aseguraba que ha decidido dejar de leer traducciones, porque le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya conoce.
Quien más depende del traductor, claro, es el escritor mismo. Eres en otra lengua exactamente lo que tu traductor haga de ti. En la mayor parte de los casos, y salvo ese amigo mío políglota que bien puede saber más lenguas de las que yo creo, o haber aprendido alguna más desde la última vez que hablé con él por teléfono (quizás tenga todavía más capacidad de hablar por teléfono que de aprender idiomas), uno está entregado de pies y manos: un día recibes un libro que debe de ser tuyo porque está tu nombre en la portada, y quizás tu foto en la solapa, pero eso que seguramente se parecerá mucho a lo que tú escribiste hace tiempo es del todo indescifrable, a veces tanto como si estuviera escrito en los caracteres de una antigua lengua extinguida. Hace falta un acto de fe: si uno sabe cuántas veces ha disfrutado, ha aprendido, se ha emocionado, leyendo traducciones del ruso o del japonés, o del hebreo, o del griego, cabe perfectamente la posibilidad de que ahora suceda el efecto inverso. Gracias al traductor ocurrirá un prodigio: lo que tú has escrito resonará en la conciencia de alguien en una lengua del todo ajena a ti, en lugares del mundo en los que no vas a estar nunca. Personas que te parecen tan ajenas como habitantes de la Luna resulta que son casi exactamente como tú. Puedo atestiguar que casi cada día, por ejemplo, Elvira Lindo recibe desde Irán cartas de lectores adolescentes y jóvenes que se han vuelto adictos a las aventuras de Manolito Gafotas en farsi. Lo más singular, sin dejar de serlo, resulta ser inteligible en casi cualquier parte. Algo se pierde siempre hasta en la mejor traducción, pero también se gana algo, o se fortalece algo, quizás el núcleo de universalidad que hay siempre en la literatura.
Durante un par de días, en Ámsterdam, he convivido con un grupo de traductores de mis libros: al holandés, al francés, al alemán. Algunos, de tanto trabajar conmigo durante años, ya eran amigos míos: Philippe Bataillon, Willi Zurbrüggen; a los demás los he ido conociendo estos días: Jacqueline Hulst, Ester van Buuren, Adri Boon, Erik Coenen, Frieda Kleinjan-van Braam, Tineke Hillegers-Zijlmans. Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector: pero esa multiplicación, esa metamorfosis, es más acentuada aún en el caso de cada traductor. El traductor es el lector máximo, el lector tan completo que acaba escribiendo palabra por palabra el libro que lee. Él o ella es quien detecta los errores y los descuidos que el autor no vio y los editores no corrigieron. Él se ve forzado a medir el peso y el sentido de cada palabra con mucho más escrúpulo que el novelista mismo. Willi Zurbrüggen utilizó un término musical para hablar de su trabajo: lo que más se parece a una traducción, sobre todo entre lenguas tan distintas como el español y el alemán, es la transcripción de una pieza musical.
Escuchaba hablar a estas personas, tan distintas entre sí, tan iguales en su devoción por el trabajo que hacen, y sentía gratitud y algo de remordimiento: una palabra que yo elegí por azar o instinto, una frase a la que dediqué tal vez unos minutos, les han podido causar horas o días de desvelo. Aprender sobre los límites de lo que puede ser traducido lo hace a uno más consciente de que también hay límites a lo que las palabras mismas pueden decir.


jueves, 10 de octubre de 2013

El mundo literario celebra los 60 años de ‘El llano en llamas’, de Rulfo

¡Buen jueves para todos! Hoy les dejo un articulo sobre Juan Rulfo, autor que estamos trabajando en la facultad actualmente. Me parece interesante conocer escritores de diversos países y las temáticas que tratan. En este caso, Rulfo, trata la miseria de la tierra. La miseria de la tierra es como un telón de fondo en donde se desarrolla la narración. El hombre aparece sin esperanzas, triste e incapaz de luchar por mejorar su situación.
Relata el abandono que sufre el pueblo por parte del gobierno, la resignación de los personajes ante las situaciones presentes en México luego de la Guerra Cristera



El Tiempo sonámbulo. Y en él, personas que deambulan en un paisaje de polvo cuyo rastro viene de la miseria y va hacia lo fatídico. Ese fue el mundo con el cual Juan Rulfo abrió un nuevo y magistral territorio literario hace sesenta años bajo el título de El llano en llamas, editado por el Fondo de Cultura Económica. Un mosaico de quince piezas (en 1970 se sumarían dos más) de la condición humana y de la vida situadas al sureste del estado de Jalisco (México) que abarca desde la Revolución mexicana en 1910 hasta mediados del siglo XX. Con esos cuentos, Rulfo (1917- 1986) refundó la literatura en español que confirmaría dos años más tarde con Pedro Páramo.
Pero hoy es el día de la fiesta de El llano en llamas; y como las voces que suenan en esas historias, varios escritores levantan, poco a poco, con sus voces la cartografía de ese llano en llamas que suena así:
“La esencia de Rulfo es que con sencillez y dignidad y sin folclorismo sentimental elevó temas regionales al nivel de tragedia griega”, afirma Luis Harss.
"Con los cuentos logró una nueva representación del campo mexicano y la miseria en la que viven sus personajes. De manera emblemática, uno de los relatos lleva el título de 'Nos han dado la tierra'. La herencia que reciben no es otra cosa que un montón de polvo. Los ultrajes y la violencia de estos relatos revelan una realidad devastada por la injusticia social. Lo peculiar es que Rulfo narra estas desgracias con hondo sentido poético. Sus cuentos están escritos en un doble registro: las acciones son vertiginosas y la vida mental de los personajes es demorada, de una reflexiva intensidad. Esto establece una peculiar tensión: lo que sucede es rápido y su efecto es lento. En estos cuentos, Rulfo renovó el lenguaje de México. Ningún campesino ha hablado como sus personajes pero ninguno ha sonado tan auténtico. Un milagro de la autenticidad que sólo puede ser literaria", explica Juan Villoro.
El llano en llamas me permitió, cuando era muy joven, imaginar una forma narrativa posible para las historias de la guerra y la postguerra española que había escuchado desde niño. No he dejado de leer esos cuentos desde que un amigo me los descubrió. Y algunos los he usado en clase una y otra vez para explicar cosas tan distintas como el peso que lo no dicho tiene en una historia y hasta la importancia del título en el proceso narrativo. Cuantas más veces los lee uno más cosas sorprendentes descubre en ellos. Esos cuentos no se acaban nunca”, recuerda Antonio Muñoz Molina.
"Es en muchos sentidos un libro mestizo. Un libro de cuentos que parece un enorme poema. Un testimonio cruento que parece un sueño. Un puñado de vidas que parecen paisajes y paisajes que gritan, lloran y susurran. Nadie ha escrito después o antes así. Sólo Rulfo en Pedro Paramo lo intento y logró. Después vino el silencio, el respetuoso silencio que sigue a todos los auténticos milagros. Nadie que yo haya leído escribe como Rulfo, todos los que lo hacemos en América Latina no hacemos más que dar vuelta alrededor de dos o tres imágenes quemantes, un entierro, una mujer y unas gallinas, la sequedad más seca de esa tierra de nadie que es nuestra”, reconoce Rafael Gumucio.
“Descubrí a Juan Rulfo en orden inverso. Llegué a él por Pedro Páramo y me dejó asombrada. Luego leí el llano en llamas, y fue como una prolongación del entusiasmo que había tenido con su novela”, diceCristina Fernández Cubas.
“Dos o tres cosas recuerdo de la primera lectura del ‘El llano en llamas’: la sensación de encontrarme ante un texto fundacional retroactivo (porque, en la euforia de las lecturas latinoamericanas de mis años universitarios, conocí antes a los primeros discípulos que al maestro), su novedad frente al canon español de los cincuenta y la contundencia narrativa basada en la economía retórica, la invención coloquial, la sequedad y la aspereza de la tramas y el paisaje. He oído muchas veces luego la voz del propio Rulfo leyendo «Diles que no me maten», una grabación sin duda acorde con su literatura: directa, obligada, sin efectismos especiales. No sé, sin embargo, si Rulfo ha tenido al cabo del tiempo significación inmediata, estrictamente «rulfiana», en la literatura en español, si, más bien, dada la evidencia y la peculiaridad de su voz, su repercusión ha sido lateral o si, en fin, ha quedado como un referente clásico y, en cuanto clásico, un tanto remoto, aislado e inimitable”, admite Gonzalo Hidalgo Bayal.
“Fue absolutamente definitivo porque por él escribí un primer libro de cuentos que luego nunca publiqué. Rulfo dio una lección inmensa de austeridad y síntesis que le dio al cuento un tono muy contemporáneo y muy latinoamericano que viene de nuestra tragedia del campo”, asegura Piedad Bonnett.
"Entre otras cosas, Rulfo nos enseña que las cosas más terribles pueden ser contadas con un lenguaje que no cae en el melodrama. Los personajes de El llano en llamas suelen ser violentos porque es el modo que han encontrado para discurrir en el mundo y toman al mundo como viene. Esa especie de resignación expresada en los términos más precisos posibles -es decir: poéticamente- es la manera en que Rulfo habló de un país en el que el estado de derecho era una fachada para la mayoría. Y esa no es la primera razón, pero es una razón más por la que Rulfo sigue siendo vigente", reflexiona Yuri Herrera.
“Buenos Aires, 1969, Facultad de Filosofía y Letras. Una profesora de gramática nos dicta un párrafo extraordinario de un autor al que no conocía. ¿Dónde queda Comala? pregunta alguien. Comala, nos dice la profesora, es un pariente cercano que Macondo tiene en México. Corro a la librería a buscar algo (lo que sea) de Rulfo. Me dan "El llano en llamas". ¡Y yo no sabía que eso era posible! A los dieciocho años era obsesiva lectora del barroquismo popular de García Márquez, del barroquismo culto de Carpentier. Pero no sabía que, además de contar esas historias de pueblos perdidos y polvorientos sin piedad y sin buenas intenciones, era posible además ese lenguaje escueto, riguroso. No sabía que cada palabra podía ser como una piedra”, evoca Ana María Shua.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Mary Shelley: Vida y misterio de una autora macabra

Biografía. “La mujer que escribió Frankenstein”, de Esther Cross, es una visión personal y atrapante de una época de profanadores de tumbas, operaciones sin anestesia y ferias de freaks.


Casi doscientos años atrás, Mary Shelley comprendió que la identidad está en los recuerdos. Y que si un ser existió, éste seguirá haciéndolo a través de la memoria. Lo supo en 1822, a los 25 años, cuando acababa de quedar viuda, y decidió conservar el corazón de su marido, el escritor y poeta romántico Percy B. Shelley.
Hacía cuatro años que había escrito Frankenstein, que contaba entonces la tercera edición, y por la que más tarde iba a ser considerada como la autora de una historia macabra.
Envuelto en la página de una poesía, Mary Shelley trasladó el corazón de su esposo en sus sucesivos viajes y mudanzas a modo de reliquia, durante un cuarto de siglo, hasta su muerte.
La sordidez de ese detalle es sin embargo lo que resume la naturaleza romántica de su ser y escritura, muy lejos de la lobreguez a la que fue sintetizada su vida privada y su vida como escritora.
La imagen del corazón de Shelley en el cementerio de Inglaterra, enterrado junto al cadáver de su esposa, lejos del cuerpo del poeta –cuya tumba está en Roma– es con la que se encuentra el lector de La mujer que escribió Frankenstein (Emecé), el excéntrico e inquietante libro de Esther Cross (Buenos Aires, 1961). Allí, la autora narra algunos de los momentos de la vida de la mujer que escribió la novela sobre un monstruo armado por trozos de cadáveres, en la época de los “resurreccionistas”, robo y venta de cadáveres, profanadores de tumbas, estudios de disección, operaciones sin anestesia y ferias de freaks.

Una vida rodeada de tumbas
El corazón de Percy B. Shelley está enterrado con Mary en la ciudad costera de Bornemouth, en Inglaterra. En esa tumba, además de sobrar un corazón, hay otras partes de su familia. Son reliquias de tres de los cuatro hijos que murieron de pequeños (una, apenas nacida; otra, a los dos años de edad, un varón que nació entre ellas, muerto de fiebre o cólera). De cada uno guardó algo, pelo, un pañuelo.
Cross cuenta que fue ese el disparador del libro, que encontró en una vieja biografía. A partir de ahí, comenzó a buscar más datos, que fueron apareciendo como cajas chinas, por azar.
“Fue como una especie de sinapsis de lecturas”, dice, sobre el modo en que fue encontrándose con cada una de ellas. Como el libro de Hermione Lee, Virginia Woolf’s Nose , y el capítulo “Shelley’s Heart and Pepys’s Lobsters”. Allí se narra la muerte de Shelley en Italia en un naufragio, a raíz de una tormenta repentina. Apareció ahogado en la orilla de la playa, desfigurado por el mar. Allí mismo fue enterrado, pues las leyes sanitarias de Italia impedían que se lo trasladara para un entierro convencional. Más tarde, sus amigos desenterraron el cuerpo y llevaron a cabo un ritual casi tribal, en el que fue cremado. En su funeral estaban Lord Byron, que acompañaba en su vida nómade a los Shelley, y el biógrafo y aventurero Edward Trelawny, quien rescató el corazón de entre las llamas, al ver que aquél se mantenía intacto mientras el resto del cuerpo ardía.Se dice que Mary debió forcejear con el escritor Leigh Hunt, amigo de Shelley, que quería quedarse con el corazón. Byron –cuya amante era Claire Clairmont, hermanastra de Mary, que los acompañaba siempre en su travesía– se puso del lado de la escritora. Una vez que lo consiguió, Mary envolvió el corazón de su esposo en una página con “Adonais”, un poema de Shelley.
La muerte de Percy B. Shelley fue casi conceptual a su vida: murió viajando, tal como vivía. Se había embarcado aun en contra de los deseos de Mary, que quedaba en Italia. La manía de viajar los convertía en mucho más que nómades. “¿Podían dejar de viajar?”, se pregunta Cross. “Eran románticos”, responde. “Constantemente en fuga, viajar era la expresión física de un movimiento de ruptura de límites”, explica. Francia, Suiza, Milán, Venecia, Roma, Nápoles, otra vez Roma. Así como llegaban ya estaban embarcando de nuevo en caravana. Trasladaba muebles, escritos, correspondencia, una cuna. Porque ese es otro dato que caracterizó sus vidas: dejaban atrás una tumba y partían con una cuna. En las cartas y diarios los Shelley aparecen siempre moviéndose; la gente alrededor se moría, sus hijos se morían, pero ellos seguían adelante, reafirmándose vivos.
Cross explica que el monstruo y el doctor Frankenstein de algún modo también son románticos por eso mismo. Están todo el tiempo moviéndose, y se encuentran en Suiza, Alemania, Escocia, el Polo: “ambos siguen, aunque dejen cadáveres en el camino”, escribe la autora.

La zona de escritura
Mary Wollstonecraft Godwin, como se llamaba, era hija de dos escritores y pensadores de avanzada, Mary Wollstonecraft y William Godwin. Se habían casado cuatro meses antes de que Mary naciera, para hacerle la vida más fácil a su hija y evitar que fuera vista como una bastarda. “Nunca voy a casarme”, había escrito su madre, autora de “Una reivindicación de los Derechos de la Mujer”, cuando tenía veintiún años. “El matrimonio: una forma de monopolio, el peor”, escribió su padre, autor de Ensayo sobre los sepulcros.
Su madre murió a los diez días del nacimiento de Mary. Era la época en que la asepsia en los partos era algo impensado. Faltaban cincuenta años, escribe Cross, para que el doctor Semmelweiss descubriera que “los dedos ensuciados llevan las partículas cadavéricas fatales a los órganos genitales de las mujeres encintas”, de modo que nadie se lavaba las manos. El médico introdujo sus dedos y retiró los restos de placenta que la parturienta no había llegado a expulsar. La infección no tardó en generalizarse, y Mary Wollstonecraft murió al cabo de diez días de fiebre, convulsiones y dolores, que trataban de calmarle dándole de beber vino.
Los pasajes de Frankenstein se intercalan en este libro de Esther Cross con momentos de la vida de Mary Shelley, en un extraño recorrido que lo convierten en un volumen difícil de definir: no es una novela, aunque se vale de los recursos literarios de ésta; no es un ensayo –huye de la metodología de cita y referencia de documentos–, aunque se pueden identificar sus hipótesis y argumentaciones; no es una biografía, pese a que los extractos constituyen el trayecto desde su nacimiento a su muerte. “Me interesa el entorno de la vida de un escritor, y con Mary Shelley quise contar qué veía por la ventana. Qué era la figura y qué el fondo. Qué es entorno y qué es vida, cómo se desdibujan”, dice Cross.
Desde su ventana, lo que Mary Shelley veía esencialmente eran tumbas y cadáveres. Su vida estuvo asociada a los cementerios desde la infancia. El tiempo en que vivió fue el de los ladrones de tumbas, que trabajaban clandestinamente para proveer de cuerpos a médicos y anatomistas. Esto, antes de 1832, cuando se sancionó el Acta de Anatomía, que entregaba a la Medicina los cuerpos de indigentes o muertos en asilo que nadie reclamaba.
El cirujano del rey, Sir Astley Cooper, quien describió estructuras anatómicas y algunas enfermedades, lo definió: “La ley no impide que obtengamos el cuerpo de cualquier individuo que consideramos necesario. No hay persona, sea cual sea su situación, cuyo cuerpo no podamos conseguir para diseccionar”. Frases como esas llevaron a que los cementerios se poblaran de deudos que hacían guardia alrededor de las tumbas de sus seres queridos, ante el temor de que ellas fueran profanadas.Como muchos otros en su tiempo, Cooper necesitaba de los ladrones y vendedores de cadáveres, para dar clases y practicar cómo cortar. En tiempos en que la anestesia todavía no se había descubierto, se necesitaba ser rápido, ganar adiestramiento, abrir y cerrar con velocidad; el paciente se podía morir a causa del dolor.
De niña, como la mayoría de los chicos, Mary tenía su lugar de evasión. En su caso era el cementerio de Saint Pancras, donde estaba enterrada su madre. Sobre su tumba aprendió a leer. Su padre solía llevarla junto a su hermanastra Fanny, con quien practicaban lectura sobre las lápidas.
En Saint Pancras, a los dieciséis, Mary se encontró por primera vez a solas con Percy B. Shelley. Ahí se declararon su amor y planearon fugarse. Mary lo había conocido en su casa, a donde Percy, con veintidós años, fue a visitar a su padre, en compañía de su esposa, con quien ya tenía hijos. “El cementerio, con la tumba sagrada, fue el primer sitio donde el amor brilló en tus ojos. Nos encontraremos de nuevo (...). Un día vamos a unirnos”, escribió Mary en su diario diez años después, cuando ya había quedado viuda.
Desde su ventana, Mary podía ver los carros clandestinos que trasladaban cadáveres. Muchas veces estaban envueltos en bolsas o en cajas con falsas leyendas, como “piano”. Iban desnudos, pues trasladarlos con mortaja sí constituía delito de robo. La prenda para la morada última era un elemento material que correspondía a la familia, pero el cuerpo de una persona muerta a nadie pertenecía.
Entre las lecturas predilectas de la época, estaba el Newgate Calendar, con noticias de la cárcel. Allí en 1803 se narra la disección del condenado George Forster a cargo del profesor Giovanni Aldini, especialista en galvanismo. “Rodeó el cuerpo con láminas de zinc, cobre y plata traídas de Italia, hundió unas varas en el cuerpo, en la boca y en las orejas. La mandíbula empezó a temblar. Los músculos que la rodeaban se contrajeron terriblemente. Se abrió el ojo izquierdo”, transcribe Cross en su libro.
La autora sitúa a Mary Shelley, además, en tiempos de la feria de Saint Bartholomew, una “kermesse diabólica” de cuatro días, famosa por sus freaks, donde desfilaban deformes, como una albina, enanos, y la chica de dos cabezas, “viva”. El público pagaba caro por ver esas atracciones. O las del dentista Martin van Butchell, especializado además en fístulas anales, que conservaba embalsamado el cuerpo de su mujer expuesto en una ventana.
En Frankenstein and the 1832 Anatomy Act, Tim Marshall define la época y la importancia de la novela de Mary Shelley. “Frankenstein es la clásica historia de la era de profanación de cuerpos. También, es un relato de ficción sobre la legislación que acabó con ella. Con la Ley de Anatomía, nació la cara monstruosa de la cultura utilitaria de Inglaterra de mediados de la era victoriana”.
En su novela, Mary Shelley da menos explicaciones y se refiere a “terribles actividades” nocturnas del doctor Frankenstein. Así es como lo manda a trabajar a Inglaterra en la temporada de exhumación de cadáveres. El doctor, recuerda Cross, “quiere entender la vida (...). Para hacerlo, debe ponerse, literalmente, en contacto con los muertos. En la novela de Mary Shelley, el médico habla, de hecho, con un muerto que está vivo”. Esther Cross precisa así el foco de la novela de Mary Shelley: “En su novela, los muertos se levantaron. Son los muertos, resumidos en el monstruo, los que observan al doctor y no al revés, como pasaba en la vida”, escribe. Y cuando el doctor Frankenstein muere, ahí están, convertidos en monstruo, para velarlo. Así, el hecho de que la tumba de Mary Shelley sea “muchas tumbas a la vez”, con su propia colección de reliquias, figura y fondo se fusionan y pierden, para redimir a la autora. ¿Es posible creer que Mary Shelley concibió su obra a partir de la morbosidad de su mente? ¿Quién es el sujeto de la morbosidad, el que la consume o el que la narra?
La mujer que escribió Frankenstein es un relato de viaje aciago, con el que Cross, dice, se propuso “desandar el camino de ese cuerpo extraño”. El libro, sin embargo, es bastante más. Obliga a recordar la frase de Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Porque si un escritor tiene por misión la de ser cronista de su tiempo, Mary Shelley no escribió otra cosa más que aquella que debía escribir, la crónica de la realidad que la contenía.

martes, 8 de octubre de 2013

¿Que dijiste? Los hispanos hablamos idiomas distintos

Buen martes para todos. Se que prometí publicar una semana solo artículos relacionados a la literatura. Pero encontré esta nota interesante y divertida sobre cómo difieren los significados según el país en el que se utilizan. Algo para tener muy en cuenta, ¡sobre todo con las que tienen meanings subiditos de tono!

Nuestra herencia hispana empieza en un lenguaje común, el español, pero es un lenguaje tan rico en matices y en historia que se habla diferente en cada país de América Latina. Los puertorriqueños tratamos de “tú” cuando tenemos confianza y de “usted” cuando no conocemos. Otros latinos tratan de “usted” o de “vos” inclusive a sus familiares. Para algunos, “ahorita” es “en este mismo momento” y “ahora” es “después”. Para los puertorriqueños es al revés. ¿Por qué siendo el mismo idioma a veces no lo entendemos? Se debe a que cientos de años atrás nos poblaron personas de todas partes de España, árabes, alemanes, turcos, griegos, dejando una inmensa variedad de palabras y expresiones donde colonizaron.
Hay palabras normales en algunos países hermanos que en otros son palabras soeces o de mal gusto. Esas son las que, si no conoces, te hacen pasar vergüenzas cuando viajas (apréndelas antes). Las más son aquellas que nos hacen sentir que nos hablan otro idioma. Presentamos unas cuantas…
  • Caraotas en Venezuela, frijoles negros en Cuba y habichuelas negras en Puerto Rico
  • Chamba en Honduras y México, trabajo en Puerto Rico
  • Chongo, en Argentina, es un hombre mujeriego; en Chile significa “el resto”, “poco” o que le falta un brazo; en Colombia significa despistado; en Ecuador y Perú es un prostíbulo; en Honduras, un adorno o moña que se le pone a los regalos; en México, un peinado con el cabello recogido; en Paraguay, un amante; en Uruguay, alguien con la cara pálida; en Puerto Rico, un chongo es un caballo manso
  • El cacahuate de México, en Puerto Rico es maní
  • El mamey de Puerto Rico es el zapote dominicano
  • El chamo venezolano es el muchacho en Puerto Rico
  • El popcorn son las cotufas de Venezuela, palomitas en México, canguil en Ecuador
  • Gomas en Argentina son los senos femeninos; en Chile, Nicaragua y Guatemala, los que hacen mandados; en Costa Rica, una resaca; en España, un condón
  • Lo que en Puerto Rico es maíz en México es elote
  • En Ecuador y Chile, una guagua es un niño; en Cuba y Puerto Rico, es una camioneta
  • Una tapa en España es una picadita en Argentina, picoteo en Chile, botana o antojitos en México, pasapalo en Venezuela, y picadera en Puerto Rico y República Dominicana
  • Los panties son bragas en España, bombachas en Argentina, calzones en Chile, pantaletas o calzones en México y pantaletas o blumers en Venezuela
  • Un autobús en España es un colectivo en Argentina, una liebre o bus en Chile, camión en México y carrito o buseta en Venezuela
  • Un colega en Venezuela es un pana, en México es un cuate, en Chile unbroder y en Argentina, un compinche
Ya tienes una idea del inmenso trabajo que pasan los actores, periodistas y otros profesionales de los medios para hablar en un español “neutral” que toda la América Latina pueda entender.


lunes, 7 de octubre de 2013

La primera y la última novela

2005. El Quijote. Cumplió 400 años pero aún sigue deslumbrando como ejemplo de literatura moderna.



En medio de los innumerables peligros de la selva boliviana, allá por el año 1967, Ernesto Guevara afrontaba la que a la postre sería su última batalla. Para escapar de sus perseguidores, el hombre necesitaba ir desprendiéndose del pesado lastre que contenía su mochila. Sin embargo, y a pesar de dejarlo casi todo en el camino, nunca se desprendió de su Quijote. Murió con él. Lo prueba, incluso, la carta que por esos días le dirigió a su madre.
También Simón Bolívar viajaba a todos lados acompañado de su ejemplar. Y sobran los ejemplos parecidos.
La pregunta, entonces, podría formularse así: ¿qué hace que siglos después de su publicación, un libro cualquiera, entre los miles de libros que nacen y mueren a cada rato, esté tan vivo como aquel día primordial de 1605 en el que apareció?
Lo primero que puede responderse es que no siempre fue así, claro. Después de unos primeros años de gloria –el Quijote se convirtió en una suerte de best-séller y se tradujo casi de inmediato a varias lenguas europeas–, el libro cayó en el olvido. Recién hacia finales del siglo XVIII ocurrió su rescate de entre el polvo de los anaqueles. Un rescate romántico.
Los románticos fueron quienes lo erigieron en el libro fundamental de la lengua castellana. Para ello necesitaron realizar algunas forzadas operaciones para despojarlo de ciertas evidencias que arrojaba su lectura: por un lado, el protagonista dejó de estar rematadamente loco –desde la segunda página y hasta la penúltima, para ser exactos–, a fin de convertirlo en un adalid de la justicia y, por el otro, según sus rescatistas la historia jamás fue concebida por su autor como una mera parodia sino como el lugar más alto al que podían arribar los a esa altura ya desaparecidos libros de caballerías. Una parodia con un loco como protagonista resultaba a todas luces un libro muy menor para ser ubicado en una posición tan elevada dentro del sistema literario.
Dos arriesgadas operaciones que tuvieron su éxito y permanecieron casi tan vivas como el libro en cuestión: ni el Che ni Bolívar se vieron jamás a sí mismos como locos que luchaban contra molinos de viento, en cambio, se vieron siempre, apoyados en su lectura romántica, como seres flacos y desgarbados que peleaban a muerte contra gigantes.
El libro todavía se lee.
No tanto como a uno le gustaría. Pero se lee. Y los lectores actuales continúan interpretándolo, como ha ocurrido en todas las épocas, de maneras muy diversas. El Quijote sigue siendo el libro que cada lector quiere que sea. La literatura por antonomasia. Y un libro siempre actual para los lectores que escribimos.
Me gusta repetir que el Quijote, además de ser la primera novela, también es la más moderna, la última. Que el nacimiento del género, en algún sentido, encierra todas sus posibilidades futuras. Uno puede rastrear en ella las dificultades y las búsquedas de Cervantes con respecto al tiempo y al espacio, a las posibilidades narrativas, al punto de vista, a los límites del juego intertextual, a la relación siempre especular entre ficción y realidad, a la fragilidad y artificialidad de la lengua.
La novela, como género, narra la irrupción del sujeto en el mundo. Un sujeto que siempre se verá a sí mismo como un antihéroe respecto de lo complejo del mundo. Y eso, precisamente, es el Quijote: un hombre cualquiera que está loco porque, a partir de tomar el riesgo de leer, se anima a andar los caminos y a pensar por su cuenta aquello que lo rodea. Sospecho que esto es lo que lo hace eterno, al mismo tiempo que siempre novedoso.


viernes, 4 de octubre de 2013

La esperanza que venció al escepticismo

José Saramago. Le dolían los males del mundo, por eso puso su literatura al servicio de aquellos temas que ayudan a vivir.


No había asunto humano que dejara indiferente a José Saramago. Hasta su muerte. La noche antes de morir, ya muy debilitado en su casa de Lanzarote, cenó con Pilar del Río, su mujer, y con algunos amigos, se interesó por lo que iban diciendo, intervino alguna vez, a veces comía como un pajarito, sintió de cerca el cariño de sus perros, y se despidió cuando ya debía irse a descansar.
“Até amanha”, dijo, con una voz que casi siempre había sido así, queda y solícita hasta en los momentos de mayor gravedad. Y ese era un momento de enorme gravedad que él asumía con la serenidad con la que sufrió en su país la dictadura a la que zahirió (léase Casi un objeto ) y con la que afrontó la mezquindad de sus compatriotas cuando el Gobierno democrático portugués lo persiguió con desdén tras publicar la peligrosa novela El Evangelio según Jesucristo.
El origen de su viaje a Canarias, a Lanzarote, para quedarse allí con Pilar y en la isla a la que quiso tanto, es precisamente ese choque con la Administración portuguesa, que consideró oportuno vetar a Saramago para que esa novela no acudiera a un importante premio europeo. La primera vez que hablé con él fue a finales de los años 80, cuando se estaba quemando todo lo que él veía en ese instante, el Chiado de Lisboa. Era como si estuviera abrazando un árbol, como hacía su abuelo en Azinhaga, su tierra natal; Lisboa era su ciudad y, por así decirlo, su madre, y en ese momento un José emocionado, de pie, ante el fuego, me iba contando ese desastre con la elegancia herida que siempre abundó en su literatura.
Escribió desde la protesta y desde la paradoja, y fue premonitorio. Esa novela, La caverna , explica qué pasa hoy con el mercado voraz, y aquella otra novela, Ensayo sobre la ceguera , es lo que le sucede hoy al mundo, ciego e impertinente, yendo otra vez a la guerra, conduciéndose a tientas hacia la destrucción y hacia la autodestrucción. En 2003 fue en España y Portugal la voz que se levantó contra la guerra de Irak. Estuvo a favor de todos los desprotegidos, desde la Península Ibérica hasta América y Palestina.
Escribía como quien componía música, escuchando ópera, rodeado de la lava de Lanzarote y de un amor, el de Pilar, que lo rescató en 2008 cuando, tras un viaje a Buenos Aires, enfermó tanto que ya no era sino un hilo de voz y de vida. Él me dijo un año después en Lisboa: “Me salvó la fuerza de Pilar”.
Resistió, escribió El viaje del elefante, inició otro libro. Su energía venía de dentro, del amor a la vida, de lo que quiso a los otros.
Até amanha fue esa frase final que significaba una prolongación de su esperanza de vivir. O de su esperanza. Se apagó en el verano de 2010, pero su luz sigue ahí, en su voz escrita.