jueves, 22 de agosto de 2013

Los lanzallamas

Por Luis Miguel Madrid
Los lanzallamas. Buenos Aires: Losada, 1980
Los lanzallamas. Buenos Aires: Losada, 1980



En la continuación de Los siete locos(1931), Roberto Arlt intensifica la crítica contra la realidad social de la Argentina e Hispanoamérica de los años veinte, desde la colonización económica a la opresión del proletariado.
Todo el entramado social es un puro caos donde no existe nada que tenga algún valor, aunque si algún lejano punto pudiera salvarse, sin duda estaría más cerca de la condición humana que de la realidad social. Esta angustia metafísica recorre de punta a punta, el sentido de la novela. A Erdosain le queda apenas un soplo de esperanza, algún rincón remoto de un sueño antiguo que según pasan las páginas se va difuminando, al ritmo con el que pierde los afectos: «[Erdosain] representa la humanidad que sufre, soñando, con el cuerpo hundido hasta los sobacos en el barro. Trató de recibir dolor pensando en su esposa. Fue inútil».
Como la insatisfacción es tanta, la respuesta sólo puede ser extrema: el uso de la violencia hasta sus últimas consecuencias, y no como simple táctica de victoria. Arlt propone el enfrentamiento total aunque no ideológico ni solidario; en Erdosain prima la imaginación y lo personal es esencialmente cínico.
El desprecio del mundo en los personajes tiene una gran variedad de tintes: nihilista, expresionista, grotesco, irónico, masoquista o egocéntrico: «A momentos se me ocurre que el sentido religioso de la vida consistiría en adorarse infinitamente a sí mismo, respetarse como algo sagrado».
Sin embargo, cuando duda sobre su actuación vital sólo se plantea posturas degenerativas: la humillación progresiva, identificación con el absurdo y la reafirmación a través del crimen. En cualquiera de los casos, se trata de una huida sin retorno: «Es necesario cambiar la vida. Destruir el pasado. Quemar todos los libros que apestaron el alma del hombre».
Mientras tanto, también el desapego y la indiferencia caracterizan sus reacciones, tanto en sus relaciones sociales, familiares o íntimas e incluso consigo mismo. Los fracasos son asumidos sin ningún tipo de sentimentalismo, no hay una especial idealización de los humildes. Sus actuaciones pasan del cinismo a la grosería y de esta a la crueldad y al odio personificado en cualquiera de tantos individuos que desprecia: «Es necesario odiar a alguien, odiar fervientemente a alguien, y ese alguien no puede ser la vida».
En sus mejores momentos, Remo Erdosain es capaz de transformar la conciencia de su «vida echada a perder» por el reconocimiento humilde «de que lo que extingue su fuerza es la terrible impotencia de estar solo». Llega incluso a reconocer su muerte en vida y su deseo de vivir pero esa no es la solución. En ese mundo no caben los remiendos, debe desaparecer absolutamente para partir de cero. Para sobrellevar el final de ese viaje, Arlt recurre a la fantasía y la ironía agria y mal intencionada deja paso a un humorismo desbordado de imaginación que se presenta de improviso, desplazando la tensión de cualquier acontecimiento:
«—¿Se mató Erdosain?
El secretario lo envuelve en una rápida sonrisa.
—Sí.
El otro vapulea un instante larvas de ideas y termina de rumiar con estas palabras:
—Macanudo. Mañana tiramos cincuenta mil ejemplares más…»

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